Resumen: El film expresionista alemán El Golem (1929), dirigido por Paul Wegener, narra la creación de un autómata de arcilla activado mediante magia para proteger a su creador. El automatismo que despliega este ser se condice, a su vez, con la cualidad automática de la imagen en el cine: una imagen que se mueve por sí misma. En una de sus escenas centrales, la película toma conciencia sobre esto, revelando la conexión espiritual que se produce entre el cine y sus espectadores.
Este ensayo fue originalmente escrito para el ramo de Cine y filosofía, del Magíster en Estudios de Cine de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Tanto los primeros cineastas de la historia, como los primeros teóricos del cine (ambas figuras, a veces, conviviendo en la misma persona) estaban más o menos conscientes de las múltiples cuestiones que nacían con el surgimiento de la imagen automática. Máquinas cercenando la realidad, convirtiéndola en cuadros hechos de luz; hombres y mujeres manipulando esos cuadros a su antojo; máquinas devolviendo esa realidad transformada, recortada, escindida del tiempo presente; masas de espectadores asistiendo a ese espectáculo, expectantes de lo que les mostraría aquella ventana/espejo en cada función, si se encontrarían con su propio reflejo o con un mundo nuevo que jamás habían tenido la posibilidad de explorar; salas oscuras, cuerpos inmóviles y silentes; conversaciones, discusiones, reflexiones y críticas una vez terminado el ritual colectivo.
Las puertas de entrada para comprender la imagen en movimiento y sus efectos son variadas, y aunque actualmente estas se hayan multiplicado y las preguntas que suscitan parecen complejizarse junto a la técnica que las convoca (como anticipaba Benjamin, la infraestructura sigue avanzando más rápido que la superestructura [2008, p.53]), los cimientos teóricos sobre los que descansan estas imágenes automáticas nos siguen siendo de utilidad para comprender ciertos fenómenos del presente.
Este ensayo regresará a 1920 para revisar algunos de esos cimientos que ya parecían intuirse en los primeros ejercicios cinematográficos para después esbozar algunas reflexiones en torno a la época contemporánea. A través de una revisión a la película alemana El Golem, de Paul Wegener, nos sumergiremos en la confrontación primigenia que provoca la imagen en movimiento: el encuentro entre pensamientos, la pugna entre subjetividades, los golpes de ideas lanzados a mansalva al espectador, receptor incansable de tales impactos.
Las puertas de entrada para comprender la imagen en movimiento y sus efectos son variadas, y aunque actualmente estas se hayan multiplicado y las preguntas que suscitan parecen complejizarse junto a la técnica que las convoca (como anticipaba Benjamin, la infraestructura sigue avanzando más rápido que la superestructura [2008, p.53]), los cimientos teóricos sobre los que descansan estas imágenes automáticas nos siguen siendo de utilidad para comprender ciertos fenómenos del presente.
Este ensayo regresará a 1920 para revisar algunos de esos cimientos que ya parecían intuirse en los primeros ejercicios cinematográficos para después esbozar algunas reflexiones en torno a la época contemporánea. A través de una revisión a la película alemana El Golem, de Paul Wegener, nos sumergiremos en la confrontación primigenia que provoca la imagen en movimiento: el encuentro entre pensamientos, la pugna entre subjetividades, los golpes de ideas lanzados a mansalva al espectador, receptor incansable de tales impactos.
Hipnosis y automatismo
Uso aquí las palabras “golpes”, “pugna”, “impactos”, de manera deliberada. En primer lugar, para establecer cierta distancia con la experiencia idealizada del visionado cinematográfico que describe Raymond Bellour, definiendo al cine como ese cuerpo que “se inscribe en nuestro cuerpo, se imbrica y se trenza, hasta desvanecer el límite donde hubo, una vez, una pantalla” (2013) , como esa experiencia en la que el espectador acumularía sobre sí una serie de emociones sugeridas por la película, emociones que se presentan “con un ritmo acelerado en el seno de un flujo de imágenes originarias” (p. 309). En segundo, para recoger ese tono de tintes amenazantes que utiliza Deleuze para personificar al cine: “Es como si el cine nos dijera: conmigo, con la imagen-movimiento, no podéis escapar al choque que despierta en vosotros al pensador” (1987, p. 210). Ambos se refieren, por supuesto, al funcionamiento de la imagen cinematográfica, a su diálogo con el espectador.
¿Cómo puede dialogar un ser pensante con una mera representación técnica de la realidad?, se preguntará el lector neófito. Una buena explicación es la que ofrece Epstein, quien ya en 1946 reflexionaba sobre la psicología de las máquinas: “la complejidad de la estructura y de las interacciones internas de un organismo mecánico desemboca en la individualización de la máquina y confiere un matiz imprevisible al resultado de todo el funcionamiento, que significa el comienzo mismo de lo que en otros grados de desarrollo se llama voluntad, libertad, alma” (p. 91). Para Epstein, el cinematógrafo manifestaría esa voluntad de pensar la realidad casi con parámetros autónomos, alejado de otras máquinas que están subyugadas a la lógica humana (las calculadoras, los relojes, por ejemplo). El cinematógrafo, según Epstein, debido a su capacidad de operar sobre el espacio y el tiempo, sería capaz de generar esbozos de ideas propias, gérmenes de pensamiento. “Pero este germen de pensamiento se desprende en seguida de la realidad –como la semilla se desprende de la planta– y se autodesarrolla hasta convertirse en una verdadera idea que, a su turno, recrea la realidad a su imagen y semejanza, y la gobierna” (p. 148). Es decir, el cinematógrafo no sólo es capaz de producir imágenes que piensan, sino que ese pensamiento tendría la capacidad de homologarse, de integrarse sin problemas al raciocinio humano y seguir expandiéndose desde ahí. Es lo que Deleuze llamará autómata espiritual.
A diferencia de Epstein, que describe con cierto asombro la posibilidad de máquinas pensantes, en los planteamientos de Deleuze hay una atención a la violencia que se produciría en esta conjunción entre película y espectador; violencia en el sentido benjaminiano, o sea, entendiendo la violencia como una fuerza, una potencia, que busca legitimarse dentro de un campo de sentido (Benjamin, 2007, p. 183). Deleuze explica que el cine haría surgir en nosotros un autómata espiritual, una subjetividad propuesta por la película que actúa a modo de choque sobre nuestra propia subjetividad. Esto es, la imagen cinematográfica forzaría al espectador a pensar sobre ella, induciría un choque sensorial a través de una carga afectiva, y provocaría un pensamiento consciente sobre este. He ahí “la esencia artística de la imagen: producir un choque sobre el pensamiento, comunicar vibraciones al córtex, tocar directamente al sistema nervioso y cerebral” (p. 209).
La elección de la película en la que se centra este ensayo –El Golem, cinta correctamente clasificada dentro del expresionismo alemán– tiene que ver con este efecto. Lotte Eisner, describiendo las manifestaciones literarias de esta corriente, escribe: “Leyendo algunas frases de Jean Paul (ese romántico tan olvidado por aquellos que citan en todo momento a Hoffmann), parece que verdaderamente se desarrolla una película alemana ante nosotros. Nos habla, por ejemplo, de una habitación claroscura en la que el alma se estremece a causa de un rayo de sol que, igual que una quemadura extraña, atraviesa la ventana alta y de un polvo animado y de alguna manera resucitado que juega en ella y que continuamente está a punto de tomar forma” (1999, p. 49). En este retrato de un ambiente expresionista encontramos una metáfora apropiada para explicar el autómata espiritual y su efecto: una luz entrando por una ventana, otorgándole movimiento a las volutas de polvo a su alrededor y estremeciendo el alma, quemándola, invitándola a concebir otras formas.
Esta descripción, además, coincide hasta cierto punto con el espacio de ensueño en el que Bellour se basa para establecer su idea de hipnosis: “La hipnosis no consiste en dormirse sino en impedir dormir, en mantener, en el seno de la noche reunida, una luz pasiva, obediente, el punto, incapaz de apagarse, de la lucidez paralizada, con la cual ha entrado en contacto la potencia que fascina y a la que afecta en ese lugar separado en el que todo se convierte en imagen” (p. 313). Este autor centra su atención en el efecto hipnótico que tendría el cine, ese estado entre el sueño y la vigilia que se provocaría en el espectador al estar su percepción únicamente centrada en lo visual, el resto de sus sentidos anulados, rodeado por otros sujetos en su misma posición y la imagen en movimiento, de tamaño ingente, devorando toda su atención, “el espectador libremente capturado en ese dispositivo, (…) empujado a pensar por su propia pasividad” (p. 313). Sólo así, explica Bellour, el cine nos toca, genera un “contacto a distancia”. Contacto que, asumimos, es homologable al choque del autómata espiritual que propone Deleuze. Vale decir, es bajo este contexto hipnótico en el que emerge ese autómata subjetivo y colectivo que afecta a los espectadores, este choque en el pensamiento.
Si entendemos el posicionamiento del autómata espiritual como un golpe violento sobre nuestra subjetividad, entonces la sala de cine sería la arena donde se lanzan esos golpes, donde se disputa esa pelea, el campo de batalla donde se encuentran dos fuerzas que entran en tensión: imagen y espectador. La hipnosis, sin embargo, es el proceso encargado de subyugar a una de esas fuerzas y amansarla para que la película logre su efecto. “En el cine, una sola regla: hay que conseguir hipnotizar al espectador y luego, sobre todo, no despertarle durante una hora y media” (Resnais en Bellour, p. 25). Por lo tanto, en la contemplación cinematográfica no estamos ante un diálogo, como habíamos afirmado inicialmente, sino que ante una imposición subjetiva.
Deleuze advierte esta idea y sus consecuencias políticas, señalando que “el autómata espiritual arriesgaba convertirse en el maniquí de todas las propagandas: el arte de masas mostraba ya un rostro inquietante” (p. 210), también en la cita que rescata de Faure: “Sinceros amigos del cine no han visto en él más que un admirable instrumento de propaganda. Sea. Los fariseos de la política, del arte, de las letras, hasta de las ciencias, hallarán en el cine al más fiel de los servidores hasta el día en que, por una inversión mecánica de roles, él los sojuzgue a su vez” (p. 211). Los primeros maestros del cine también lo entendían. Basta con revisar el trabajo de Eisenstein y buena parte de los soviéticos, cada uno impulsando la revolución bajo su propio estilo cinematográfico, o las ideas nazistas plasmadas con majestuosidad en los documentales de Riefenstahl.
Pero ver Olympia (1938) o El triunfo de la voluntad (1935) no te hace simpatizar con el nazismo de manera automática, así como la Huelga (1925) o El undécimo año (1928) –de Dziga Vertov– no justifican por completo al socialismo. Pues si bien el cine es capaz de imponer ideas de manera vehemente, esta imposición no es totalizante. Es el espectador el que completa las propuestas cinematográficas con su propia experiencia, con su propia subjetividad e identidad. La imagen-movimiento devuelve la realidad procesada, y el espectador le devuelve a la imagen-movimiento su propio pensamiento en torno a ella.
Suena como una contienda justa, equitativa, no obstante, los límites del campo de juego siguen estando definidos por el film, y acercarse a esos límites implica alejarse del cine, dejar de tomarlo en cuenta, desactivarlo.
Si entendemos el posicionamiento del autómata espiritual como un golpe violento sobre nuestra subjetividad, entonces la sala de cine sería la arena donde se lanzan esos golpes, donde se disputa esa pelea, el campo de batalla donde se encuentran dos fuerzas que entran en tensión: imagen y espectador. La hipnosis, sin embargo, es el proceso encargado de subyugar a una de esas fuerzas y amansarla para que la película logre su efecto. “En el cine, una sola regla: hay que conseguir hipnotizar al espectador y luego, sobre todo, no despertarle durante una hora y media” (Resnais en Bellour, p. 25). Por lo tanto, en la contemplación cinematográfica no estamos ante un diálogo, como habíamos afirmado inicialmente, sino que ante una imposición subjetiva.
Deleuze advierte esta idea y sus consecuencias políticas, señalando que “el autómata espiritual arriesgaba convertirse en el maniquí de todas las propagandas: el arte de masas mostraba ya un rostro inquietante” (p. 210), también en la cita que rescata de Faure: “Sinceros amigos del cine no han visto en él más que un admirable instrumento de propaganda. Sea. Los fariseos de la política, del arte, de las letras, hasta de las ciencias, hallarán en el cine al más fiel de los servidores hasta el día en que, por una inversión mecánica de roles, él los sojuzgue a su vez” (p. 211). Los primeros maestros del cine también lo entendían. Basta con revisar el trabajo de Eisenstein y buena parte de los soviéticos, cada uno impulsando la revolución bajo su propio estilo cinematográfico, o las ideas nazistas plasmadas con majestuosidad en los documentales de Riefenstahl.
Pero ver Olympia (1938) o El triunfo de la voluntad (1935) no te hace simpatizar con el nazismo de manera automática, así como la Huelga (1925) o El undécimo año (1928) –de Dziga Vertov– no justifican por completo al socialismo. Pues si bien el cine es capaz de imponer ideas de manera vehemente, esta imposición no es totalizante. Es el espectador el que completa las propuestas cinematográficas con su propia experiencia, con su propia subjetividad e identidad. La imagen-movimiento devuelve la realidad procesada, y el espectador le devuelve a la imagen-movimiento su propio pensamiento en torno a ella.
Suena como una contienda justa, equitativa, no obstante, los límites del campo de juego siguen estando definidos por el film, y acercarse a esos límites implica alejarse del cine, dejar de tomarlo en cuenta, desactivarlo.
Las fronteras de la liminalidad
En términos narrativos, la mitad de El Golem, el hecho que separa la primera mitad de la segunda, es el momento en el que el rabino Loew es convocado al palacio del Emperador para entretener con sus habilidades sobrenaturales a la corte aristocrática de Praga. Antes de eso, la cinta nos muestra todo el proceso de creación de la criatura de arcilla por parte del rabino; después de eso, vemos cómo este pierde el control del Golem y la destrucción que ello conlleva. Casualmente, esta escena que limita la cinta en dos bloques también trata sobre la liminalidad y la ambigüedad de los umbrales.
Con el fin de mantener alegre a la aristocracia y evitar que el gueto judío sea expulsado de la ciudad, el rabino Loew recurre a un hechizo que provoca la aparición de una gigante pantalla mágica en pleno salón del trono. “Permítame mostrarle a nuestros patriarcas, poderoso Emperador, y así podrá conocer mejor a nuestra gente. Pero pondré una condición. Nadie debe hablar ni reírse. De otro modo, ocurrirá un desastre”, les dice el rabino. Ante ellos, aparecen las imágenes de columnas de judíos vagando por el desierto, entre los que destaca Ahasuerus el judío errante, personaje que, de acuerdo al mito, sería un hombre condenado a caminar eternamente por haberse burlado de Jesús camino a su crucifixión. El bufón de la corte no aguanta la imagen y susurra una broma que rápidamente se esparce por el salón, provocando las carcajadas de todos. De inmediato, el personaje de la pantalla les devuelve la mirada, la ilusión se esfuma y el palacio se comienza a derrumbar.
De esta manera, lo que Wegener pone en pantalla es a un grupo de espectadores que se niega a jugar bajo las reglas impuestas por las imágenes y su orquestador. El bufón y, en consecuencia, el resto del público se atreven a cruzar ese límite definido por el rabino, límite que se impone como condición para la aparición del autómata espiritual, del pensamiento propio del film, que a su vez es el límite hipnótico –“entre el sueño y la vigilia”– que procura que este emerja. Así, el efecto de choque se vuelve inútil ante estos espectadores desentendidos.
Una situación similar la encontramos en uno de los ejemplos que Bellour utiliza para explicar su teoría. En Persona (1966), de Ingmar Bergman, vemos a un niño fascinado ante una imagen en movimiento que se le presenta casi de manera fantasmal. El niño se levanta y extiende su mano para tocar la pantalla. Aparece un intertítulo con el nombre del film y la historia comienza a avanzar hasta que de pronto la proyección se interrumpe y vemos una cinta de película arder, la imagen que estábamos mirando se quema ante nuestros ojos.
Tanto los cortesanos de El Golem, como el niño de Persona, impulsan un desbaratamiento en el pensamiento del cine, empujan los límites que propone, rehuyendo así del choque y desactivando al autómata espiritual. Estos dos ejemplos se ubican en las antípodas el uno del otro, pero eso que los separa es lo mismo que los une: mientras los aristócratas de Praga deciden no “tomarse en serio” la imagen-movimiento, el niño se entrega por completo al afecto que le ofrecería la pantalla, fundiéndose con ella sin ofrecer ningún tipo de resistencia. Alejarse demasiado, acercarse demasiado: dos vías que la imagen automática no puede concebir dentro de su funcionamiento. Lo que plantean estas secuencias es que el cine, incluso siendo una máquina pensante e independiente capaz de representar el universo en una seductora y coherente seguidilla de apariencias, obligadamente necesita a un otro al que convencer. Y si ese otro no está dispuesto a participar de la disputa cuyas reglas ya están establecidas por la “filosofía-robot cinematográfica” (Epstein, p. 127) de la imagen, esta prefiere sencillamente no deliberar. Como un mal perdedor, el cine se desactiva cuando su espectador ha encontrado una salida de su hipnosis, cuando deja de pensar por sí mismo o cuando su pensamiento va más allá de los límites que pretendía imponer. Ante cualquiera de esas situaciones, opta por autodestruirse.
Aunque en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica no se menciona explícitamente, la idea de los límites o umbrales que configuran las relaciones auráticas está presente de manera constante. Es un límite el que separa al mago del cirujano, el límite que define su relación con los cuerpos; lo mismo con el pintor y el camarógrafo. “El pintor observa en su trabajo la natural distancia con lo dado, y el cámara, en cambio, penetra a su vez profundamente en la red de los datos” (Benjamin, 2008, p. 73). Al mismo tiempo, otra línea divisoria servirá para separar la percepción táctil de la percepción distraída. Y Bellour, citando a Daney, nos recuerda que “el niño no piensa nunca en relación con un límite” (p. 315). Cuando la subjetividad del espectador sobrepasa la subjetividad del film, desaparece el estado transicional que supone el límite y quedamos momentáneamente entregados a un estado liberado, lejos de las imposiciones de la imagen-movimiento.
En el final de El Golem nos encontramos con esa libertad: el autómata, poseído por un afán destructor, escapa del gueto judío y se encuentra con una niña que no huye al verlo. Al contrario, la niña se entrega a sus brazos, asumiendo que el Golem no va a hacer lo que supuestamente debería hacer, que no va a atacarla si ella asume que no será así. El Golem queda pasmado, situación que la niña aprovecha para arrancarle su fuente de energía y desactivar a la criatura. Unos momentos después, vemos a un grupo de niños sobre el gigante de arcilla decorándolo con flores y jugando con su cuerpo inerte, completamente liberados del terror, del impacto que les produjo en algún minuto la creación del rabino. Bastaba con entregarse de manera descreída al monstruo para que este se volviera inútil y terminara entregado a la emergencia creativa infantil: transformado en un enorme macetero lleno flores y risas infantiles, el opuesto exacto del objetivo para el que fue creado. Y permanece así hasta que un grupo de judíos lo encuentra tendido y lo llevan de vuelta al gueto, posiblemente para mejorarlo, perfeccionar aquellas fallas que no habían previsto.
Aunque en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica no se menciona explícitamente, la idea de los límites o umbrales que configuran las relaciones auráticas está presente de manera constante. Es un límite el que separa al mago del cirujano, el límite que define su relación con los cuerpos; lo mismo con el pintor y el camarógrafo. “El pintor observa en su trabajo la natural distancia con lo dado, y el cámara, en cambio, penetra a su vez profundamente en la red de los datos” (Benjamin, 2008, p. 73). Al mismo tiempo, otra línea divisoria servirá para separar la percepción táctil de la percepción distraída. Y Bellour, citando a Daney, nos recuerda que “el niño no piensa nunca en relación con un límite” (p. 315). Cuando la subjetividad del espectador sobrepasa la subjetividad del film, desaparece el estado transicional que supone el límite y quedamos momentáneamente entregados a un estado liberado, lejos de las imposiciones de la imagen-movimiento.
En el final de El Golem nos encontramos con esa libertad: el autómata, poseído por un afán destructor, escapa del gueto judío y se encuentra con una niña que no huye al verlo. Al contrario, la niña se entrega a sus brazos, asumiendo que el Golem no va a hacer lo que supuestamente debería hacer, que no va a atacarla si ella asume que no será así. El Golem queda pasmado, situación que la niña aprovecha para arrancarle su fuente de energía y desactivar a la criatura. Unos momentos después, vemos a un grupo de niños sobre el gigante de arcilla decorándolo con flores y jugando con su cuerpo inerte, completamente liberados del terror, del impacto que les produjo en algún minuto la creación del rabino. Bastaba con entregarse de manera descreída al monstruo para que este se volviera inútil y terminara entregado a la emergencia creativa infantil: transformado en un enorme macetero lleno flores y risas infantiles, el opuesto exacto del objetivo para el que fue creado. Y permanece así hasta que un grupo de judíos lo encuentra tendido y lo llevan de vuelta al gueto, posiblemente para mejorarlo, perfeccionar aquellas fallas que no habían previsto.
Nuevas formas de automatismo
Hoy en día, la disolución de límites entre imagen y espectador se ha vuelto norma. La interactividad entre pantallas y tactilidad es directa. De hecho, la imagen solicita que se acorten las distancias para funcionar: cámaras y proyectores integrados en el mismo aparato, pantallas táctiles que se activan tocándolas o hablándoles, pantallas que se replican en otras pantallas. Los sentidos para acceder a la imagen en movimiento se han ampliado, el cine en tres dimensiones exige una mayor capacidad en ambos ojos, mientras que el cine en cuatro dimensiones se encarga de complementar la imagen con olores, texturas y movimientos.
La proliferación de pantallas portátiles sin duda ha revitalizado el acervo aurático de la experiencia en la sala de cine, hecho que para las generaciones más antiguas de espectadores resulta evidente, pero que para los nativos digitales y los nuevos consumidores de imágenes no significa ningún cambio significativo en su historial de experiencias con el cine.
Tal como si el rabino Loew hubiera corregido las artimañas de su hechicería, la imagen en movimiento ha encontrado nuevas formas de relacionarse con el espectador. ¿Existe un autómata espiritual mientras navegamos por Internet en nuestros celulares, mientras vemos una película en una tablet, moviéndonos en transporte público durante la hora punta? La imagen se mueve, sin duda intenta decirnos algo, pero las condiciones del estado hipnótico ya no están. Sin hipnosis, el choque debería debilitarse, la imposición subjetiva del autómata debería tener un impacto menor, o al menos situar sus limitaciones bajo otros parámetros.
La arena de disputa entre subjetividades ha cambiado, analizarla bajo la matriz con la que entendemos el cine tradicional sería un despropósito. Como anota Sobschack en su estudio sobre post-cine, “si bien las tecnologías cinemáticas y electrónicas actuales colaboran en la creación de la cultura de la imagen en movimiento, son bastante diferentes no sólo de las tecnologías fotográficas anteriores, sino que también difieren entre sí mismas, en su materialidad concreta y su importancia existencial particular. Cada tecnología no solo media de manera diferente nuestros modos de experimentar la existencia corporal, sino que también los constituye. Es decir, ofrecen a los cuerpos que habitamos formas radicalmente diferentes de estar en el mundo” (2016). Hemos modificado las tecnologías de la imagen, y ellas nos han modificado a nosotros. Y aunque aún no llega el momento en que las inteligencias artificiales puedan corregirse a sí mismas para generar ideas propias, liberadas de la subjetividad humana, ese momento parece estar cada vez más cerca, por lo que los encuentros entre pensamientos necesitarán, tal vez, de otra metafísica para ser entendidos, lejos de la antifilosofía de Epstein, pero también del pensamiento-movimiento de Bergson.
Bibliografía
Bellour, Raymond. El cuerpo del cine: Hipnosis, emociones, animalidades. Santander: Shangrila Textos Aparte, 2013
Benjamin, Walter. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en Obras, libro I, Vol. 2. Ed. Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäsuser. Madrid, Abada, 2008 ___Hacia una crítica de la violencia, en Obras, libro II, Vol. 1. Madrid, Abada, 2007
Deleuze, Gilles. La imagen-movimiento (Estudios sobre cine 1). Barcelona: Paidós, 1985. ___La imagen-tiempo (Estudios sobre cine 2). Barcelona: Paidós, 1987. ___Curso del 30 de octubre de 1984 (en línea)
Eisner, Lotte. La pantalla demoniaca. Barcelona: Cátedra, 1996.
Epstein, Jean. La inteligencia de una máquina. Buenos Aires: Nueva Visión, 1960
Sobchack, Vivian. The Scene of the Screen: Envisioning Photographic, Cinematic, and Electronic “Presence”, en “Post-Cinema: Theorizing 21st-Century Film”, Ed. Shane Denson y Julia Leyda, 2016.
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