Este relato forma parte del libro de cuentos «Bajo la sombra del Costanera – Cuentos de furrys, gamers, incels y otros artistas», que puedes comprar en formato físico y Kindle aquí; y en formato PDF aquí.
Cuando Yerik tenía 13 años vio su primera imagen furry: la ilustración de un rinoceronte antropomorfo de camisa floreada y abierta, descansando en una hamaca, guiñándole un ojo. Su sonrisa de dientes cuadrados, la panza plomiza escapándose sin vergüenza, las líneas curvas retratando las gotas de sudor en ese caluroso e imaginario día de verano, el borde blanco de su ropa interior asomándose. El dibujo del rinoceronte era demasiado sofocante como para no tomarlo en cuenta. Confundido y apresurado, se detuvo en él y absorbió todos los detalles posibles con la mirada. Le tomó varios segundos recordar que podía darle click derecho para guardar la imagen entre sus archivos.
Ya en ese momento de su corta vida, Yerik se había preguntado si le gustaban las niñas, si las modelos de la tele que su papá insistía en señalarle como figuras deseables removían su interior. Nunca imaginó que ese aturdimiento de goce que se supone experimentaban los adultos lo recibiría en forma de dibujo de un animal con forma humana en Internet. Nunca imaginó, tampoco, que habría otros como él. Una comunidad entera sostenida sobre fantasías en torno a caricaturas animalescas, la comunidad furry.
Comenzó a navegar con miedo, pero con la seguridad de que nadie lo interrumpiría en esas sesiones de silencio y soledad junto a la pantalla. Llegaba del colegio, calentaba el almuerzo en el microondas y se llevaba el plato frente al computador. Unas horas después, borraba del historial de navegación la lista de foros y chats que tenía con otros fanáticos. En la noche, cuando sus papás volvían del trabajo, Yerik simulaba haber pasado la tarde durmiendo o estudiando. Así se fueron sus primeros años de adolescencia, descubriéndose y procurando no ser descubierto, llevando a cabo una vida que nadie podría entender, porque ni él podía. Los juicios a sí mismo se arremolinaban en su cabeza, abrumado y culposo, pero, más que nada, curioso.
Ya en ese momento de su corta vida, Yerik se había preguntado si le gustaban las niñas, si las modelos de la tele que su papá insistía en señalarle como figuras deseables removían su interior. Nunca imaginó que ese aturdimiento de goce que se supone experimentaban los adultos lo recibiría en forma de dibujo de un animal con forma humana en Internet. Nunca imaginó, tampoco, que habría otros como él. Una comunidad entera sostenida sobre fantasías en torno a caricaturas animalescas, la comunidad furry.
Comenzó a navegar con miedo, pero con la seguridad de que nadie lo interrumpiría en esas sesiones de silencio y soledad junto a la pantalla. Llegaba del colegio, calentaba el almuerzo en el microondas y se llevaba el plato frente al computador. Unas horas después, borraba del historial de navegación la lista de foros y chats que tenía con otros fanáticos. En la noche, cuando sus papás volvían del trabajo, Yerik simulaba haber pasado la tarde durmiendo o estudiando. Así se fueron sus primeros años de adolescencia, descubriéndose y procurando no ser descubierto, llevando a cabo una vida que nadie podría entender, porque ni él podía. Los juicios a sí mismo se arremolinaban en su cabeza, abrumado y culposo, pero, más que nada, curioso.
A los 15 años obtuvo el tercer lugar en un concurso online de ilustración. Su obra galardonada: un tigre desnudo visto de costado, flexionando muslos y bíceps, con oblicuos marcados, trasero redondeado y la cola en forma de S. Se propuso robar la sensualidad de la mirada del rinoceronte para plasmarla en su tigre. Creyó que lo lograría imitando ese puntilleo blanco en las pupilas, pero no era suficiente.
Una tarde fría de mayo de ese año, cometió un error. Sobre la mesa de la cocina en la que la familia tomaba once, dejó su croquera abierta, justo en una hoja donde había estado bosquejando unos perros y gatos en dos patas vistos de frente, el rostro extasiado de un lobo por cuya frente y mejillas corría lo que podía o no ser sudor, y hasta un Pikachu de busto pronunciado. “¿Y esto, Yerik?”, le preguntó su mamá apenas entró a la casa, aún con la cartera bajo el brazo. Yerik corrió desde su pieza, le quitó el cuadernillo de las manos y atropelladamente contestó: “Sonmisdibujos”. Se miraron, ambos con los ojos redondos como platos. Volvió a su pieza y guardó el cuaderno en la mochila del colegio. ¿Se habría dado cuenta? Obvio que no, si todos sabían que le gustaba dibujar, no tenía nada extraño, y eran sólo dibujos de animales mal proporcionados, no tenían nada extraño. Aunque el lobo… Aún con la vergüenza en las mejillas, volvió al comedor recriminándose haber dibujado fluidos tan detallados. Ese día la once transcurrió en relativo silencio.
Quedó de juntarse, unos meses después, con gente que había conocido en la Red. “Furry Santiago – Más que una comunidad, una manada”, decía el lienzo que tenían extendido sobre el pasto del Parque de las Esculturas. Yerik se acercó tímido al grupo conformado por tres chicas mayores que él, dos hombres rondando los veinte años, un quinceañero de lentes gruesos, y dos personas de edad y sexo desconocidos, pues llevaban sus fursuits de pies a cabeza. La gata fue la primera en saludar a Yerik, al principio agitando ambas manos y luego con un suave abrazo. El cuervo, a quien sí se le escuchaba la voz, se presentó y le introdujo a toda la pandilla. Cuando Yerik reveló que era él el autor del tigre fisicoculturista, recibió felicitaciones emocionadas e incluso alguien le preguntó cuánto cobraba por dibujo. Notó, también, que el chiquillo de lentes lo miraba más de lo normal. A la orilla del Mapocho, bajo la sombra del Costanera, la tarde pareció desvanecerse en un par de minutos. Al volver a casa, rebosando de alegría, Yerik le contó a su mamá una verdad a medias: dijo que andaba con unos amigos, pero no dijo nada de Internet, ni de disfraces de animales, ni de sus cotizadas ilustraciones.
Una tarde fría de mayo de ese año, cometió un error. Sobre la mesa de la cocina en la que la familia tomaba once, dejó su croquera abierta, justo en una hoja donde había estado bosquejando unos perros y gatos en dos patas vistos de frente, el rostro extasiado de un lobo por cuya frente y mejillas corría lo que podía o no ser sudor, y hasta un Pikachu de busto pronunciado. “¿Y esto, Yerik?”, le preguntó su mamá apenas entró a la casa, aún con la cartera bajo el brazo. Yerik corrió desde su pieza, le quitó el cuadernillo de las manos y atropelladamente contestó: “Sonmisdibujos”. Se miraron, ambos con los ojos redondos como platos. Volvió a su pieza y guardó el cuaderno en la mochila del colegio. ¿Se habría dado cuenta? Obvio que no, si todos sabían que le gustaba dibujar, no tenía nada extraño, y eran sólo dibujos de animales mal proporcionados, no tenían nada extraño. Aunque el lobo… Aún con la vergüenza en las mejillas, volvió al comedor recriminándose haber dibujado fluidos tan detallados. Ese día la once transcurrió en relativo silencio.
Quedó de juntarse, unos meses después, con gente que había conocido en la Red. “Furry Santiago – Más que una comunidad, una manada”, decía el lienzo que tenían extendido sobre el pasto del Parque de las Esculturas. Yerik se acercó tímido al grupo conformado por tres chicas mayores que él, dos hombres rondando los veinte años, un quinceañero de lentes gruesos, y dos personas de edad y sexo desconocidos, pues llevaban sus fursuits de pies a cabeza. La gata fue la primera en saludar a Yerik, al principio agitando ambas manos y luego con un suave abrazo. El cuervo, a quien sí se le escuchaba la voz, se presentó y le introdujo a toda la pandilla. Cuando Yerik reveló que era él el autor del tigre fisicoculturista, recibió felicitaciones emocionadas e incluso alguien le preguntó cuánto cobraba por dibujo. Notó, también, que el chiquillo de lentes lo miraba más de lo normal. A la orilla del Mapocho, bajo la sombra del Costanera, la tarde pareció desvanecerse en un par de minutos. Al volver a casa, rebosando de alegría, Yerik le contó a su mamá una verdad a medias: dijo que andaba con unos amigos, pero no dijo nada de Internet, ni de disfraces de animales, ni de sus cotizadas ilustraciones.
A los 17 se dio cuenta que sus dibujos no eran tan buenos. Pasar las noches revisando a artistas profesionales, gente que le dedicaba horas a detallar el pelaje en el lomo de un personaje, lo llevó a la realización de que nunca alcanzaría ese nivel. Sin embargo, seguía bocetando, consciente de sus límites y un poco hastiado. Cada cierto tiempo miraba las imágenes que lo inspiraban, conmovían, excitaban o repelían. Pero había notado que la sensación ya no era la misma.
El desgaste coincidió con la ausencia de secretismo. Luego de ir y venir de juntas, de llenar cuadernos, de pegar stickers y posters en su pieza, de invitar algunos amigos a su casa, era imposible ocultarlo a sus padres. Una vez, incluso, su mamá le comentó que el matinal había pasado una nota sobre “esos cabros que se disfrazan de peluches, con los que te juntas a veces”. Toda la parte sexual seguía oculta, pero Yerik intuía que ellos intuían ciertas cosas básicas.
Se marginó de las reuniones por un tiempo y se dedicó a ver videos de otras comunidades furry alrededor del mundo. Revisó una por una sus croqueras, repasando la mirada en los detalles, en las narices mojadas y los colmillos redondos. “No tienen rasgo distintivo”, anotó junto a unos zorros que se había demorado meses en colorear. “Les falta personalidad”, a una pareja de conejos. “Le falta alma”, a un perro sonriente. Tachando y subrayando, llegó, finalmente, a una copia sin terminar del rinoceronte que lo había comenzado todo. ¿Qué era lo que tenía? ¿Por qué provocó ese efecto en él, y por qué no podía imitarlo? Abrió su computador, buscó la imagen original, revisó la firma y comenzó a indagar.
El desgaste coincidió con la ausencia de secretismo. Luego de ir y venir de juntas, de llenar cuadernos, de pegar stickers y posters en su pieza, de invitar algunos amigos a su casa, era imposible ocultarlo a sus padres. Una vez, incluso, su mamá le comentó que el matinal había pasado una nota sobre “esos cabros que se disfrazan de peluches, con los que te juntas a veces”. Toda la parte sexual seguía oculta, pero Yerik intuía que ellos intuían ciertas cosas básicas.
Se marginó de las reuniones por un tiempo y se dedicó a ver videos de otras comunidades furry alrededor del mundo. Revisó una por una sus croqueras, repasando la mirada en los detalles, en las narices mojadas y los colmillos redondos. “No tienen rasgo distintivo”, anotó junto a unos zorros que se había demorado meses en colorear. “Les falta personalidad”, a una pareja de conejos. “Le falta alma”, a un perro sonriente. Tachando y subrayando, llegó, finalmente, a una copia sin terminar del rinoceronte que lo había comenzado todo. ¿Qué era lo que tenía? ¿Por qué provocó ese efecto en él, y por qué no podía imitarlo? Abrió su computador, buscó la imagen original, revisó la firma y comenzó a indagar.
La revelación le vino en forma de video de YouTube. “Tienes que ser tú mismo”, decía el dibujante calvo, autor no sólo del rinoceronte en la hamaca, sino que de un montón de historietas y dibujos animados que Yerik no conocía. “Los mejores dibujantes son los que se ponen a ellos mismos por completo, si eres absolutamente real, si te vuelcas sobre tu obra, tú y el resto van a sentirlo profundamente. Ese es el proceso, y es la recompensa al mismo tiempo”. Aunque vio todos los otros videos de su canal, fue esa la frase que le quedó resonando. Miró a un costado y leyó lo último que había escrito: “Le falta alma”.
A los 18 se gastó el dinero ahorrado durante esos años con la venta de sus dibujos. Para poder plasmar la soledad del lobo, tenía que meterse en la piel del lobo, tenía que ser el lobo que, en el fondo, siempre había sido. Entendió que aquello que parecía el final de un viaje era recién el comienzo. Se compró las garras de las manos y la cabeza. Un lobo negro de expresión seria. Nunca imaginó lo cómodo que se sentiría dentro de un traje de pelo sintético, su primera versión animal, su efigie liberada, su propia fursona.
A los 18 se gastó el dinero ahorrado durante esos años con la venta de sus dibujos. Para poder plasmar la soledad del lobo, tenía que meterse en la piel del lobo, tenía que ser el lobo que, en el fondo, siempre había sido. Entendió que aquello que parecía el final de un viaje era recién el comienzo. Se compró las garras de las manos y la cabeza. Un lobo negro de expresión seria. Nunca imaginó lo cómodo que se sentiría dentro de un traje de pelo sintético, su primera versión animal, su efigie liberada, su propia fursona.
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