La video reacción se ha consolidado como tendencia audiovisual en YouTube. Desde Lewis Shawcross analizando música latina hasta videojugadores con espectadores fieles. Pero, ¿qué es lo fascinante de ver a alguien viendo algo?
En una de las video reacciones más antiguas que se puede encontrar en Youtube, un grupo de amigos se reune para ver el final de la tercera temporada de Lost.
Era el año 2007, por lo que aún había algo de ingenuidad en sus imágenes, alejadas de la completa artificialidad y puestas en escena que despliegan en la actualidad los creadores de contenido digital.
El grupo de amigos juguetea con la cámara de baja definición antes de que comience la serie, y luego la dejan fija, grabando la pantalla de televisión en la oscuridad, mientras los oímos exclamar frases como “¡ohh, es el futuro!”, comprendiendo el inesperado flashforward con el que la serie da un salto narrativo, rompiendo las reglas que ella misma había establecido desde un comienzo.
En el video –que circuló con cierta popularidad durante esa época– se conjugaron de manera inesperada dos factores claves para las piezas audiovisuales de este estilo: la espontaneidad (es decir, la aparente indiferencia de los participantes ante la cámara en el momento clímax) y el plot-twist (el giro dramático propuesto por la serie ante el que es imposible quedar indiferente).
Ambas, combinadas, componen el centro del video, el eje del contenido: la reacción.
Seis años después el ejercicio fue refinado por los espectadores de Game of Thrones en el episodio Las lluvias de Castamere, otro capítulo que juega al giro inesperado que altera tanto los cimientos de la serie como el estado emocional de sus seguidores.
Desde principios de los 2010s hasta la fecha, las video reacciones se han consolidado como tendencia audiovisual, con varios canales de Youtube dedicados exclusivamente a este formato de “ver a gente viendo algo”.
Amigos consumiendo horas y horas de series es el tópico más común (por ejemplo, los canales de The Normies y Blind Wave), pero también existen variaciones más específicas, como la del inglés Lewis Shawcross, quien se graba a sí mismo escuchando diferentes temas de música en español, de todos los géneros posibles, y dando su valoración crítica al respecto.
La mayoría de ellos ha alcanzado tal nivel de popularidad virtual que han creado modelos de negocio en torno a sus videos: personas dispuestas a pagar para que sus reaccionadores favoritos reaccionen a lo que ellos quieren.
Como la mayoría de los productores de contenido digital lo han comprendido, en Internet hay público para todo.
Era el año 2007, por lo que aún había algo de ingenuidad en sus imágenes, alejadas de la completa artificialidad y puestas en escena que despliegan en la actualidad los creadores de contenido digital.
El grupo de amigos juguetea con la cámara de baja definición antes de que comience la serie, y luego la dejan fija, grabando la pantalla de televisión en la oscuridad, mientras los oímos exclamar frases como “¡ohh, es el futuro!”, comprendiendo el inesperado flashforward con el que la serie da un salto narrativo, rompiendo las reglas que ella misma había establecido desde un comienzo.
En el video –que circuló con cierta popularidad durante esa época– se conjugaron de manera inesperada dos factores claves para las piezas audiovisuales de este estilo: la espontaneidad (es decir, la aparente indiferencia de los participantes ante la cámara en el momento clímax) y el plot-twist (el giro dramático propuesto por la serie ante el que es imposible quedar indiferente).
Ambas, combinadas, componen el centro del video, el eje del contenido: la reacción.
Seis años después el ejercicio fue refinado por los espectadores de Game of Thrones en el episodio Las lluvias de Castamere, otro capítulo que juega al giro inesperado que altera tanto los cimientos de la serie como el estado emocional de sus seguidores.
Desde principios de los 2010s hasta la fecha, las video reacciones se han consolidado como tendencia audiovisual, con varios canales de Youtube dedicados exclusivamente a este formato de “ver a gente viendo algo”.
Amigos consumiendo horas y horas de series es el tópico más común (por ejemplo, los canales de The Normies y Blind Wave), pero también existen variaciones más específicas, como la del inglés Lewis Shawcross, quien se graba a sí mismo escuchando diferentes temas de música en español, de todos los géneros posibles, y dando su valoración crítica al respecto.
La mayoría de ellos ha alcanzado tal nivel de popularidad virtual que han creado modelos de negocio en torno a sus videos: personas dispuestas a pagar para que sus reaccionadores favoritos reaccionen a lo que ellos quieren.
Como la mayoría de los productores de contenido digital lo han comprendido, en Internet hay público para todo.
En el episodio diez de la temporada 18 de la serie de animación South Park –serie que parodia de manera constante los vaivenes sociales y culturales–, los protagonistas se ven enfrentados a su propia incomprensión ante este fenómeno, encarnado en el vlogger de videojuegos PewDiePie, archifamoso youtuber sueco que masificó los Let’s Play, video reacciones donde seguimos a alguien a través de su recorrido por un videojuego, vemos el juego y a su jugador.
La conclusión a la que llegan los personajes es que, aunque a ratos les resulte incomprensible, no queda más que aceptar que estamos frente a una nueva forma de arte, una nueva generación de entretenimiento.
Sensación de comunidad, ansias de fama, ejercicio crítico en bruto; las explicaciones para la proliferación de estos videos y su éxito son variadas.
Sin embargo, en su aspecto más esencial, en las video reacciones habita un placer audiovisual básico que no es nuevo, ni tampoco exclusivo de las redes sociales e Internet: el gusto por mirar la mirada.
La conclusión a la que llegan los personajes es que, aunque a ratos les resulte incomprensible, no queda más que aceptar que estamos frente a una nueva forma de arte, una nueva generación de entretenimiento.
Sensación de comunidad, ansias de fama, ejercicio crítico en bruto; las explicaciones para la proliferación de estos videos y su éxito son variadas.
Sin embargo, en su aspecto más esencial, en las video reacciones habita un placer audiovisual básico que no es nuevo, ni tampoco exclusivo de las redes sociales e Internet: el gusto por mirar la mirada.
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El ojo es el protagonista: video reacciones y cine
En los noventa estaba Beavis and Butthead (1992-1997), serie con la que el canal MTV proponía un gesto auto-irónico al poner a dos adolescentes-idiotas a comentar videos musicales, una burla a su propia propuesta editorial, pero también a la producción musical de la época.
El impulso en ese entonces contestatario, esa energía juvenil de comentarios descarnados, repercutió en Chile en su versión diluida para la televisión abierta: TV Condoro (1998-2001) y luego en su versión para jóvenes dosmileros Canal Copano (2007-2008).
También, por supuesto, en el programa familiar Video Loco (1991-2002). La premisa, en todos los casos, es la misma: una pieza audiovisual siendo observada dentro de otra pieza audiovisual.
El acceso a las videotecas –gracias a los cassettes a finales del siglo XX y a la Internet a principios del XXI– parece ser uno de los principales motivadores de esta tendencia.
En el cine, si bien Michael Haneke se atrevió con juegos posmodernos que siguen esta línea (Funny Games (1997), Caché (2005)), uno de los puntos de quiebre al respecto podríamos ubicarlo en Vivir su vida (1962), de Jean-Luc Godard, donde en una de sus secuencias más inspiradoras vemos a la protagonista ir al cine y ver La pasión de Juana de Arco (1928), de Carl Theodor Dreyer, y experimentar un momento de catarsis: la emoción producida por la película dentro de la película.
A su vez, algunos años antes, el director japonés Yasujiro Ozu retrató una escena similar en Primavera tardía (1949), utilizando una obra de teatro como catalizadora de emociones ante la mirada de la protagonista.
Asimismo, Ingmar Bergman experimentó con esta puesta en abismo en Persona (1966), film en el que no solamente presenciamos una misteriosa escena de un niño enfrentado a una pantalla hipnótica, sino en el que también sus protagonistas construyen una relación a modo de espejo, reconociéndose la una a la otra a través de la mirada.
Sin embargo, el antecedente más remoto de este tipo de obras lo encontramos cerca de la creación misma del cinematógrafo, revelando así que el interés por captar el efecto de las imágenes en la vida es inherente al desarrollo tecnológico que las produce.
Descrita como “una cascada de puestas en abismo”, el largometraje El hombre de la cámara (1929), del realizador soviético Dziga Vertov, retrata mediante una mirada documental los ritmos y formas de vida urbana que se tenían a principios de siglo en las ciudades soviéticas, el trabajo y el ocio de los trabajadores.
No obstante, el film va muchos más allá de esa simple base. La película abre con las imágenes de una sala de cine vacía y los espectadores que la pueblan, poniendo un grupo de espectadores frente a los espectadores reales de la película.
Luego, es posible advertir que dentro del film se exhiben retazos de otro film: una película de ficción que estaría en la cartelera de una de las salas de cine de la ciudad retratada.
Como no hay una historia definida, el film recorta trozos en apariencia aleatorios que se suceden con velocidad: imágenes de personas y lugares, pero también de cámaras, trípodes, bobinas, proyectores, fotogramas estáticos, e incluso de la sala de montaje misma de la cinta: vemos cómo la película está siendo ensamblada al mismo tiempo que esta ocurre ante nuestros ojos.
A su vez, algunos años antes, el director japonés Yasujiro Ozu retrató una escena similar en Primavera tardía (1949), utilizando una obra de teatro como catalizadora de emociones ante la mirada de la protagonista.
Asimismo, Ingmar Bergman experimentó con esta puesta en abismo en Persona (1966), film en el que no solamente presenciamos una misteriosa escena de un niño enfrentado a una pantalla hipnótica, sino en el que también sus protagonistas construyen una relación a modo de espejo, reconociéndose la una a la otra a través de la mirada.
Sin embargo, el antecedente más remoto de este tipo de obras lo encontramos cerca de la creación misma del cinematógrafo, revelando así que el interés por captar el efecto de las imágenes en la vida es inherente al desarrollo tecnológico que las produce.
Descrita como “una cascada de puestas en abismo”, el largometraje El hombre de la cámara (1929), del realizador soviético Dziga Vertov, retrata mediante una mirada documental los ritmos y formas de vida urbana que se tenían a principios de siglo en las ciudades soviéticas, el trabajo y el ocio de los trabajadores.
No obstante, el film va muchos más allá de esa simple base. La película abre con las imágenes de una sala de cine vacía y los espectadores que la pueblan, poniendo un grupo de espectadores frente a los espectadores reales de la película.
Luego, es posible advertir que dentro del film se exhiben retazos de otro film: una película de ficción que estaría en la cartelera de una de las salas de cine de la ciudad retratada.
Como no hay una historia definida, el film recorta trozos en apariencia aleatorios que se suceden con velocidad: imágenes de personas y lugares, pero también de cámaras, trípodes, bobinas, proyectores, fotogramas estáticos, e incluso de la sala de montaje misma de la cinta: vemos cómo la película está siendo ensamblada al mismo tiempo que esta ocurre ante nuestros ojos.
Vertov, quien abogaba por un cine depurado de los lenguajes del teatro y la literatura, considera a la cámara como una extensión artificial y, por lo tanto, sin los límites de la visión humana.
Dentro del contexto de su realización –apenas unos años después de la Revolución de 1917–, Vertov veía en el cine una herramienta capaz de revelar “la verdad” de la realidad y sus injusticias, un cine para mostrar “a personas sin una máscara, sin maquillaje, para agarrarlos con los ojos del aparato en el momento que no fingen. Para leer sus pensamientos expuestos por el cristal del cine”.
Pero, incluso sin el factor político, ese interés por capturar el “momento que no fingen”, sumado a la fascinación que producen las imágenes en movimiento en los espectadores, sigue siendo el enigmático catalizador de las video reacciones que proliferan en la actualidad.
Tal como lo explica el escritor y cineasta Jean-Louis Comolli en su análisis de El hombre de la cámara: “El ojo filmado, motivo vertoviano por excelencia, es a la vez el del personaje, del espectador en el filme, del espectador del filme y, por supuesto, el objetivo de la cámara”.
El hombre de la cámara despliega la experiencia cinematográfica desde su realización (la cámara filma a una cámara filmando), hasta su exhibición (el ritual del público buscando asiento, la preparación de la máquina proyectora, la orquesta que acompañaba a las cintas mudas tomando posición).
Las video reacciones, por su parte, retoman desde este último punto y lo mantienen continuo: a través de la pantalla doble podemos contemplar la experiencia cinematográfica ocurriendo, la obra y su espectador.
En las video reacciones, la película (o capítulo de una serie, o videoclip, o trailer) se desenvuelve en segundo plano, y la imagen principal que convoca nuestra atención es la de los reaccionadores.
Las video reacciones nos proponen que en el centro de nuestra mirada esté el ojo del otro, sus gestos, su expresión, su comprensión a través de una mirada supuestamente pura, honesta y real, siguiendo así la máxima vertoviana en la cual el ojo no es sólo el medio para captar las imágenes en movimiento, sino que también su protagonista.
Dentro del contexto de su realización –apenas unos años después de la Revolución de 1917–, Vertov veía en el cine una herramienta capaz de revelar “la verdad” de la realidad y sus injusticias, un cine para mostrar “a personas sin una máscara, sin maquillaje, para agarrarlos con los ojos del aparato en el momento que no fingen. Para leer sus pensamientos expuestos por el cristal del cine”.
Pero, incluso sin el factor político, ese interés por capturar el “momento que no fingen”, sumado a la fascinación que producen las imágenes en movimiento en los espectadores, sigue siendo el enigmático catalizador de las video reacciones que proliferan en la actualidad.
Tal como lo explica el escritor y cineasta Jean-Louis Comolli en su análisis de El hombre de la cámara: “El ojo filmado, motivo vertoviano por excelencia, es a la vez el del personaje, del espectador en el filme, del espectador del filme y, por supuesto, el objetivo de la cámara”.
El hombre de la cámara despliega la experiencia cinematográfica desde su realización (la cámara filma a una cámara filmando), hasta su exhibición (el ritual del público buscando asiento, la preparación de la máquina proyectora, la orquesta que acompañaba a las cintas mudas tomando posición).
Las video reacciones, por su parte, retoman desde este último punto y lo mantienen continuo: a través de la pantalla doble podemos contemplar la experiencia cinematográfica ocurriendo, la obra y su espectador.
En las video reacciones, la película (o capítulo de una serie, o videoclip, o trailer) se desenvuelve en segundo plano, y la imagen principal que convoca nuestra atención es la de los reaccionadores.
Las video reacciones nos proponen que en el centro de nuestra mirada esté el ojo del otro, sus gestos, su expresión, su comprensión a través de una mirada supuestamente pura, honesta y real, siguiendo así la máxima vertoviana en la cual el ojo no es sólo el medio para captar las imágenes en movimiento, sino que también su protagonista.
Video reacciones y videollamadas: el peso del inconsciente fotográfico
Además de la ya mencionada sobrepoblación de imágenes del siglo XXI, el otro factor determinante en el origen de las video reacciones es la disminución en tamaño y aumento en calidad de las cámaras filmadoras.
Así como la cámara de Vertov se mueve por todos los rincones posibles de la ciudad, las cámaras del siglo XXI son capaces de meterse sin problemas en los recovecos más íntimos de sus usuarios.
Las video reacciones, en general, se sitúan en un living o sala de estar, provocando la sensación de compartir ese espacio de ocio familiar con un grupo de desconocidos. El efecto se complejiza, sin embargo, cuando el reaccionador apuesta por un primer plano de solamente su rostro.
Una de las consecuencias producidas por la pandemia del COVID-19 es la de la habituación al formato de la videollamada, un diálogo donde se escucha la voz y ve la imagen del otro; y en el que, además, nos vemos a nosotros mismos viendo, una hiperconciencia sobre la imagen propia: como si se tratara del cuento de Cortázar, se es sujeto y objeto a la vez.
Los estudios científicos que alertan de las consecuencias psicológicas de esto no han tardado en aparecer: la “fatiga de Zoom” sería una fuente intensa de estrés.
De igual forma, un par de años antes, algunos youtubers llegaron a la misma conclusión.
En su video Belleza (2019), la exfilósofa y creadora del canal ContraPoints, Natalie Wynn, se sumerge en un intento de auto-psicoanálisis con el que busca explicar su obsesión por verse extremadamente atractiva.
Una de las respuestas que propone Wynn es que la culpa es de los teléfonos celulares y las redes digitales; ser constantemente bombardeada por imágenes que buscan establecer estándares de belleza, además de tener que observar su rostro durante horas como parte de su trabajo editando sus propios videos, ha hecho que su mirada se centre de manera inevitable en sus defectos, desencadenando una obsesión por ellos.
Resulta curioso que, aunque tanto en las video reacciones como en las videollamadas la materia prima parece ser la misma –la mirada como centro del cuadro–, en el caso de las primeras es posible generar un goce estético a través de su construcción, mientras que en la segunda se produce una incomodidad en apariencia inherente y agotadora.
Pero, ¿por qué? Una posible respuesta se relaciona con el control del inconsciente fotográfico en cada caso.
Como lo plantea Walter Benjamin, el inconsciente fotográfico se trataría de una serie de señales que surgen de manera involuntaria dentro de una imagen, gestos de los que ni el operador de la cámara ni el sujeto retratado son capaces de percibir hasta que la imagen toma existencia y los revela como signos fantasmales.
Estos elementos no-controlados son capaces de transformar la percepción de la imagen y darle una nueva configuración, volver acertijo una imagen que pretendía ser lisa y sin disgresiones.
Por supuesto, los grandes cineastas de la historia parecen demostrar un dominio sobre este inconsciente, una capacidad para controlar (o, al menos, conocer) esas manifestaciones involuntarias y utilizarlas a su favor en la construcción de una pieza artística, un artificio mediado por todos los elementos que participan en el proceso de rodaje.
Una de las respuestas que propone Wynn es que la culpa es de los teléfonos celulares y las redes digitales; ser constantemente bombardeada por imágenes que buscan establecer estándares de belleza, además de tener que observar su rostro durante horas como parte de su trabajo editando sus propios videos, ha hecho que su mirada se centre de manera inevitable en sus defectos, desencadenando una obsesión por ellos.
Resulta curioso que, aunque tanto en las video reacciones como en las videollamadas la materia prima parece ser la misma –la mirada como centro del cuadro–, en el caso de las primeras es posible generar un goce estético a través de su construcción, mientras que en la segunda se produce una incomodidad en apariencia inherente y agotadora.
Pero, ¿por qué? Una posible respuesta se relaciona con el control del inconsciente fotográfico en cada caso.
Como lo plantea Walter Benjamin, el inconsciente fotográfico se trataría de una serie de señales que surgen de manera involuntaria dentro de una imagen, gestos de los que ni el operador de la cámara ni el sujeto retratado son capaces de percibir hasta que la imagen toma existencia y los revela como signos fantasmales.
Estos elementos no-controlados son capaces de transformar la percepción de la imagen y darle una nueva configuración, volver acertijo una imagen que pretendía ser lisa y sin disgresiones.
Por supuesto, los grandes cineastas de la historia parecen demostrar un dominio sobre este inconsciente, una capacidad para controlar (o, al menos, conocer) esas manifestaciones involuntarias y utilizarlas a su favor en la construcción de una pieza artística, un artificio mediado por todos los elementos que participan en el proceso de rodaje.
En su forma más cruda, la videollamada no tiene nada de ese control, sino que nos enfrentamos directamente a una imagen desbocada en signos involuntarios, sin la mediación de guiones aprendidos, escenografía testeada, iluminación profesional; ningún tipo de dirección de arte.
La imagen de la videollamada se asemeja a la realidad de una forma ominosa, hasta el punto de desconocernos dentro de nuestra propia imagen.
De ahí que herramientas como los aros de luz o aplicaciones como Facetune se hayan vuelto necesidad en el proceso de digitalización del mundo.
En las video reacciones, en tanto, se da cuenta de una artificialidad construida justamente para dar la impresión de que no está ahí.
Esto no quiere decir que haya guiones o que todo sea “falso”, sino que, tal como ocurre en el cine documental, se produce un acuerdo tácito entre imagen y espectador, mediante el cual se acuerda la veracidad de las imágenes, pero siempre con la conciencia de que estas han pasado por la serie de filtros que involucra el proceso cinematográfico: una realidad artificiosa como fuente de entretenimiento.
Es por esto que resulta tan llamativo ver cómo lo inesperado irrumpe en el controlado ambiente de las video reacciones.
El mejor ejemplo lo encontramos en el episodio seis de la cuarta temporada de Rick and Morty, cuando los personajes están atrapados en un tren circular que asemeja la estructura narrativa con la que Dan Harmon, creador de la serie, trabaja cada episodio.
“Esto se está volviendo demasiado meta”, dice Morty. Y Rick responde: “tú ves videos de Youtube de gente reaccionando a Youtube, déjame a mí juzgar cuando algo se vuelva demasiado meta”.
Quienes se estaban grabando a sí mismos viendo ese episodio no pudieron evitar una dislocación de sus reacciones habituales, un llamado de atención a lo intrincado que se ha vuelto todo.
La imagen de la videollamada se asemeja a la realidad de una forma ominosa, hasta el punto de desconocernos dentro de nuestra propia imagen.
De ahí que herramientas como los aros de luz o aplicaciones como Facetune se hayan vuelto necesidad en el proceso de digitalización del mundo.
En las video reacciones, en tanto, se da cuenta de una artificialidad construida justamente para dar la impresión de que no está ahí.
Esto no quiere decir que haya guiones o que todo sea “falso”, sino que, tal como ocurre en el cine documental, se produce un acuerdo tácito entre imagen y espectador, mediante el cual se acuerda la veracidad de las imágenes, pero siempre con la conciencia de que estas han pasado por la serie de filtros que involucra el proceso cinematográfico: una realidad artificiosa como fuente de entretenimiento.
Es por esto que resulta tan llamativo ver cómo lo inesperado irrumpe en el controlado ambiente de las video reacciones.
El mejor ejemplo lo encontramos en el episodio seis de la cuarta temporada de Rick and Morty, cuando los personajes están atrapados en un tren circular que asemeja la estructura narrativa con la que Dan Harmon, creador de la serie, trabaja cada episodio.
“Esto se está volviendo demasiado meta”, dice Morty. Y Rick responde: “tú ves videos de Youtube de gente reaccionando a Youtube, déjame a mí juzgar cuando algo se vuelva demasiado meta”.
Quienes se estaban grabando a sí mismos viendo ese episodio no pudieron evitar una dislocación de sus reacciones habituales, un llamado de atención a lo intrincado que se ha vuelto todo.
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