Durante 6 temporadas, el equipo de guionistas de la serie de HBO Silicon Valley, liderados por Mike Judge y Alec Berg, proponen el juego de estirar la creatividad de una industria revolucionaria hasta sus límites más idiotas.
En El péndulo de Foucault (1988), segunda novela de Umberto Eco, se describe el funcionamiento de un computador como si tuviese propiedades místicas
El autor italiano pone el foco en su procesador de texto, y sus funcionalidades capaces de expandir la conciencia humana:
Treinta años después, esta cándida fascinación ante la potencia de la máquina –su capacidad de reescribir de manera instantánea, su espacio infinito, etc.– se ha vuelto menos que impresionante, cotidiana: un súperprocesador habita en nuestro bolsillo.
Sin embargo, quedan rastros de ese asombro.
El autor italiano pone el foco en su procesador de texto, y sus funcionalidades capaces de expandir la conciencia humana:
“Si escribes con la pluma de ganso tienes que rascar los laboriosos folios y mojarla a cada instante, los pensamientos se acumulan y el pulso se demora, si escribes a máquina las letras se superponen, no puedes avanzar a la velocidad de tus sinapsis sino sólo con el desgarbado ritmo de la mecánica. En cambio con él, ello (¿ella?), los dedos fantasean, la mente acaricia el teclado, te elevan las doradas alas, que al fin la austera razón crítica medite sobre la certeza de la primera impresión”.
Treinta años después, esta cándida fascinación ante la potencia de la máquina –su capacidad de reescribir de manera instantánea, su espacio infinito, etc.– se ha vuelto menos que impresionante, cotidiana: un súperprocesador habita en nuestro bolsillo.
Sin embargo, quedan rastros de ese asombro.
La híperacelerada evolución tecnológica, inédita en la historia de la humanidad, ha permitido que cada tres meses (a veces más, a veces menos), surjan nuevos softwares, más capaces e inteligentes, nuevos hardwares, más resistentes y ergonómicos, y nuevas formas de relacionarse a través de estos.
Aunque la vida útil de, en su momento novedosos, programas y gadgets pueda ser mínima, sus innovaciones a menudo recuerdan la tercera ley propuesta el británico Arthur C. Clarke, la cual plantea que: “Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”.
No son magos, por supuesto (¿o sí?), quienes conciben estas tecnologías.
Al menos para la serie de HBO, Silicon Valley, no lo son.
Al contrario, los artífices detrás de las tecnologías que están redefiniendo el mundo son personajes en su mayoría execrables, dominados por el ego, ansiosos crónicos y en extremo neuróticos; genios idiotas, hechiceros de un reino tan absurdo como creativo.
Aunque la vida útil de, en su momento novedosos, programas y gadgets pueda ser mínima, sus innovaciones a menudo recuerdan la tercera ley propuesta el británico Arthur C. Clarke, la cual plantea que: “Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”.
No son magos, por supuesto (¿o sí?), quienes conciben estas tecnologías.
Al menos para la serie de HBO, Silicon Valley, no lo son.
Al contrario, los artífices detrás de las tecnologías que están redefiniendo el mundo son personajes en su mayoría execrables, dominados por el ego, ansiosos crónicos y en extremo neuróticos; genios idiotas, hechiceros de un reino tan absurdo como creativo.
El drama y la comedia = La corrupción y los freaks
Silicon Valley es una comedia protagonizada por el joven programador Richard Hendricks (Thomas Middleditch), creador de un poderosísimo algoritmo capaz de comprimir archivos en un espacio mucho menor sin hacerlos bajar en calidad.
Hendricks es, ante todo –y he aquí el drama central–, un idealista.
Durante seis temporadas, se ve tentado a vender su invento a titanes corporativos, hackear a la competencia, doblegarse antes absurdas estrategias de marketing, estar a merced de inversionistas inescrupulosos, despedir a sus amigos-colegas, cosechar datos privados de sus usuarios…
Dentro de la lógica de Silicon Valley, estos conflictos –que derivan en arcos argumentales de diferentes magnitudes– representan ciertos ritos de paso por los que el protagonista debe atravesar para obtener el estatus de magnate, volverse el nuevo Zuckerberg, Bezos o Jobs.
La serie, en su conjunto, puede leerse como el tránsito hacia esa posición de dueño del mundo.
El problema, y, por lo tanto, la comedia, radica en que Hendricks, además de un campeón de la programación, también es un sujeto socialmente inepto, patológicamente nervioso, incapaz de hablarle a un público masivo, inclinado al vómito como respuesta ante el estrés.
Para acentuar su incompetencia, los guionistas deciden rodearlo de personajes que tienden hacia el caos: el dueño de una incubadora aspirante a la fama (TJ Miller), un satanista experto en arquitectura de sistemas y nihilismo (Martin Starr), un pakistaní libidinoso (Kumail Nanjiani) y un asistente personal que lo venera hasta la incomodidad (Zach Woods).
El elenco de Silicon Valley tiende al freak show: sus actores tienen cuerpos excéntricos, asemejables a adolescentes de una high school comedy, cuyos particulares vestuarios –muy ad-hoc a sus respectivas personalidades– refuerzan esa sensación de disparidad entre sus supuestas mentes prodigiosas y su torpe comportamiento exterior.
Más importante aún, este cast es un reflejo a menor escala de la burbuja que representa el lugar físico donde se desarrolla la serie.
Una vez que su algoritmo se vuelve codiciado –es decir, desde el capítulo 1–, Hendricks comienza a explorar en detalle la cuna de innovación que es Silicon Valley y los tipos humanos que encabezan la vanguardia económica y tecnológica; todos, al mismo tiempo, idiotas, inteligentes y multimillonarios.
El elenco de Silicon Valley tiende al freak show: sus actores tienen cuerpos excéntricos, asemejables a adolescentes de una high school comedy, cuyos particulares vestuarios –muy ad-hoc a sus respectivas personalidades– refuerzan esa sensación de disparidad entre sus supuestas mentes prodigiosas y su torpe comportamiento exterior.
Más importante aún, este cast es un reflejo a menor escala de la burbuja que representa el lugar físico donde se desarrolla la serie.
Una vez que su algoritmo se vuelve codiciado –es decir, desde el capítulo 1–, Hendricks comienza a explorar en detalle la cuna de innovación que es Silicon Valley y los tipos humanos que encabezan la vanguardia económica y tecnológica; todos, al mismo tiempo, idiotas, inteligentes y multimillonarios.
El drama y la comedia = Ideologías brumosas e innovaciones absurdas
Mike Judge, co-creador de Silicon Valley, ya había hecho una indagación similar en su película Idiocracy (2006), una distopía cómica donde los seres humanos inteligentes se habrían extinguido, dejando el mundo en mano de los idiotas.
Idiocracy funcionaba como una sátira de Estados Unidos bajo el mandato de George W. Bush, el auge de programas como Jackass, la Lucha Libre y los monster trucks. Así, la división entre “inteligentes” e “idiotas” era también una representación de implicancias políticas y sociales: los estados demócratas y el white thrash del sur republicano.
Como en Idiocracy, la comunidad tech a la que Judge le hinca el diente en Silicon Valley se mueve entre la indefinición ideológica: los idiotas podrían ser tanto de izquierda como de derecha.
De hecho, en Silicon Valley esta indefinición es aún más clara –valga la paradoja–, pues el motor principal de sus personajes no es una estructura política en particular, sino el dinero.
Conservadores liberales, ecologistas explotadores, chinos capitalistas; los personajes-inversionistas-CEOs que construye la serie parecen funcionar bajo el mismo paradigma de concebir productos megavendibles bajo la excusa de “hacer del mundo un lugar mejor”.
Ante este panorama, Hendricks está en el centro.
Se trata de un protagonista tan bien delineado que, a diferencia de todos quienes lo rodean, elude la búsqueda compulsiva de dinero y, a la vez, es el único honestamente preocupado de crear un invento que beneficie al mundo.
Los benefactores-oportunistas que se cruzan en su camino se asemejan a los idiotas poderosos de Idiocracy en el sentido de que, como son capaces de hacer cualquier cosa, literalmente hacen cualquier cosa.
De esta forma, las creaciones perpetradas por las mentes brillantes de Silicon Valley le dan el aire carnavalesco a la serie: una app para detectar pezones erectos en cierto radio de distancia, ciervos robots, un Shazam de comida que solo reconoce salchichas, realidad aumentada para mascotas, mujeres-robots que se independizan de sus creadores, etc.
Ante este panorama, Hendricks está en el centro.
Se trata de un protagonista tan bien delineado que, a diferencia de todos quienes lo rodean, elude la búsqueda compulsiva de dinero y, a la vez, es el único honestamente preocupado de crear un invento que beneficie al mundo.
Los benefactores-oportunistas que se cruzan en su camino se asemejan a los idiotas poderosos de Idiocracy en el sentido de que, como son capaces de hacer cualquier cosa, literalmente hacen cualquier cosa.
De esta forma, las creaciones perpetradas por las mentes brillantes de Silicon Valley le dan el aire carnavalesco a la serie: una app para detectar pezones erectos en cierto radio de distancia, ciervos robots, un Shazam de comida que solo reconoce salchichas, realidad aumentada para mascotas, mujeres-robots que se independizan de sus creadores, etc.
El juego que proponen Mike Judge, Alec Berg y su equipo de guionistas es el de estirar la creatividad de una industria revolucionaria hasta sus límites más burdos.
El Silicon Valley representado en la serie es una amalgama de genialidad e idiotez, una Florencia durante el Renacimiento donde chistes de masturbación terminan inspirando a un joven y neurótico Da Vinci.
Pese a lo complejo de esta operación, de hacer humor “inteligente” de una manera “idiota”, el resultado es eficaz e incluso sofisticado.
Como si se tratara de un elegante código de programación, sus elementos corren sin problemas y ejecutan sus respectivas acciones en perfecta sincronía. Los arquetipos cómicos de sus personajes no se estancan, ni los chistes tecnológicos se sienten recursivos; al contrario, siempre hay innovación estúpida allá adelante.
El Silicon Valley representado en la serie es una amalgama de genialidad e idiotez, una Florencia durante el Renacimiento donde chistes de masturbación terminan inspirando a un joven y neurótico Da Vinci.
Pese a lo complejo de esta operación, de hacer humor “inteligente” de una manera “idiota”, el resultado es eficaz e incluso sofisticado.
Como si se tratara de un elegante código de programación, sus elementos corren sin problemas y ejecutan sus respectivas acciones en perfecta sincronía. Los arquetipos cómicos de sus personajes no se estancan, ni los chistes tecnológicos se sienten recursivos; al contrario, siempre hay innovación estúpida allá adelante.
El globo tech: más allá de Silicon Valley
En el primer capítulo de su última temporada, Mike Judge y Alec Berg, los creadores de Silicon Valley, dan el salto completo hacia el mundo real.
Sin entrar en detalles, basta decir que la sátira propuesta por la serie se revela abiertamente como sátira. Es decir, durante seis temporadas nos enfrentamos a una exageración de nuestro mundo, pero que, en realidad, no está tan alejado de cómo es realmente.
Una muestra: Silicon Valley terminó en 2019, y en 2021 se abrió el fuego cruzado entre las personas que trabajan en tecnología y los periodistas que se limitan a escribir sobre ella. Las acusaciones entre ambos, la disputa sobre cómo representar a una de las industrias más importantes del mundo, podría servir para nutrir un par de temporadas más de la serie.
Asimismo, habría que subrayar al personaje chileno de la temporada final.
En este momento, Latinoamérica parece ser un importante foco de innovación sobre el que los magos del absurdo están poniendo los ojos y moviendo capital.
Silicon Valley, con todas sus brillantes y ridículas exageraciones, nos recuerda que lo que está en juego con estos movimientos no es sólo la entretención de consumidores adictos a sus teléfonos, sino que la concepción misma de un mundo globalizado, una batalla que es virtual, pero también geopolítica.
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