El cine de ficción, con todos sus esfuerzos por establecer una industria a la que no se le noten las vigas de madera hueca que la sostienen, quiere entrar a jugar a un campo del que inevitablemente va a salir perdiendo: el del neoclasicismo hollywoodense; cuando no, logra obras menores, forzosas y realistas, que no aguantan más de un par de semanas en la retina (y, con suerte, en la cartelera). El cine documental queda fuera de este juicio pesimista, pues sus batallas –de las que sale cada vez más airoso, triunfante, fortalecido– corresponden a ligas mayores.
Las artes escénicas, bien, gracias.
El campo de la comedia a pie crece cada vez más, dando ciertas esperanzas de visiones contraculturales desde una perspectiva puramente creativa, pero sus referentes que tienen algo más o menos cómico que decir parecen entrampados en camisas de fuerza progresistas que empujan los discursos hacia la autocensura, terminando por asustar a nadie más que a los más fáciles de asustar: los fundamentalistas de derecha. De los espacios críticos ni hablar (porque no existen).
El arte que germina de esta huerta salada (quizás es muy generoso usar la palabra “arte”, y habría que decir algo como “producciones artísticas”, para al menos entrar a buscar un poquito de creatividad en los circuitos académicos; un desastre) es nimio, una cosecha pobre que no alimenta a nadie.
No estamos muy lejos del panorama cultural que Roberto Bolaño describía en 1999 como “un enorme cementerio”: por fuera colorido, adornado y diverso, y por dentro todo podrido.
En la música producida por jóvenes, sin embargo, está lo que falta: fuego, osadía, voluntad para experimentar, un compromiso con obras y público, talento. No creo que esto ocurra porque sea música, ni porque sean jóvenes, sino que por factores que operan bajo el misterio, condiciones sobre las que se podrían elaborar teorías, pero que por ahora es mejor esperar que se congele la imagen antes de hacerlo.
Es inevitable, por supuesto, que sus protagonistas entren en las trampas de “las escenas” (buena parte ya lo ha hecho), en las lógicas de los amiguismos, codazos, farándulas, luchas de egos, obligaciones ante la industria; hasta que eventualmente les toque ser reemplazados por nuevos jóvenes cuyos fuegos serán otros. Pero hasta ahora, ha triunfado el misterio por sobre el ministerio.
Shishi Plugg: Abrazar la decadencia
Ante este panorama, Pablo Chill-E y Yung Beef han replicado con el álbum Shishi Plugg (2020), nueve canciones que hacen de la decadencia su estética.
Aunque está lejos de ser un paisaje sonoro, las melodías de Shishi Plugg remiten a ambientes desolados, una oscuridad pegajosa que se enquista en su música y lírica: voces que no son capaces de modular palabras, declamaciones rabiosas, ruidos de estática que funcionan como base, versos que son listas interminables de personas muertas, acordes melancólicos. La música como una luz de salvación que se nubla de manera inmediata.
Su epítome está en la canción Pikachu, obra que condensa la inutilidad y sinsentido de cualquier obra artística.
Una flautilla misteriosa le abre paso a discursos inentendibles, frases que se revuelcan en el hedonismo como goce (gastada convención de los géneros urbanos), pero que también parecen ocultar otro mensaje, los secretos de un mundo subterráneo poblado de cuerpos inhertes, escondidos detrás de su sonoridad barroca.
Una canción que es la pista borrada de una canción; que no es, realmente, una canción, sino el remedo musical de un estilo aburrido de sí mismo, un balbuceo en busca de su segundo aire.
No es casual la elección de la imagen que acompaña el disco: Pablo Chill-e y Yung Beef en la parte de atrás de un vehículo manejado por un demonio, moviéndose como autómatas mecánicos en bucle, caricatura del tópico literario del descenso a los infiernos; quienes realizan ese viaje están condenados a contarlo.
En este caso, los artistas no pueden hacer más que regurgitarlo en palabras. Mumble rap del averno.
Una mancha necesaria
Las letras están, pero las formas las superan: una rítmica marea negra imposible de asir. La poesía aparece aquí en su estado más puro, como energía que no busca ser espejo del mundo, sino su deformación horrorosa.
Los vicios descritos al inicio de este texto se refieren a la corrupción de esa energía, y escuchando Shishi Plugg en profundidad es posible intuir su origen: los Estados Unidos de América.
Las grietas que exhibe Shishi Plugg generan un efecto extraño: un análisis detallado contradice su capacidad transformadora. La mejor forma de aprehenderlo es justamente entendiéndolo como una mancha necesaria, una bocanada de aire turbio que remece la comodidad en la que han caído las expresiones artísticas de principios del siglo XXI.
Pablo Chill-E ha perpetrado obras que calman a la bestia demandante de la cultura hegemónica (como la nefasta colaboración con Inti Illimani y Quilapayún, un saludo a la bandera con la mano izquierda), pero su mayor fuerza reside en piezas como las de Shishi Plugg, en un hastío al que le interesa más desarticular cualquier intento de poética que armar algún relato confortable, un estilo que ya comenzaba a tomar cuerpo en S.U.N.O. (2018), gracias en buena parte a su colaboración con ElAmbidieztro, probablemente el mejor productor que haya tenido hasta ahora.
Su capacidad de surfear ambas olas, la de las masas y la del enigma del nicho, lo confirma como poeta, como un gran poeta, como todo gran poeta: un canalla talentoso.