El vore es la fantasía de ser devorado como forma de placer, y también una interpelación a las áreas grises de la sensibilidad. Al analizar este fetiche como expresión artística, es posible notar que las imágenes alrededor de esta parafilia revelan grietas en el inconsciente del espectador.
Imagina que eres pequeño. Muy pequeño. Las paredes a tu alrededor se elevan como montañas inasibles, la posibilidad de tocar el pomo de una puerta son nulas, el piso es un desierto liso. Eres casi un insecto. Eres Alicia en una de sus transformaciones. Eres el perrito del meme no-puelo-toi-chiquito. Necesitas refugio, protección, acurrucarte en un rinconcito de este mundo de gigantes.
Crees poder sobrellevarlo. Hasta que, de pronto: el horror. El temblor de sus pasos. La figura humana se alza ante tu mirada. Su mano te levanta y sientes tu propio peso flotando entre sus dedos. Te elevas. El desplazamiento parece durar horas. Su cuerpo, de pies a cabeza, es un territorio sin fin.
Llegas ante su rostro. Lo último que alcanzas a ver es la boca abriéndose y los ojos hambrientos. Escuchas la saliva acumulándose en las pozas de su lengua, su respiración como una turbina caliente. Te suelta hacia su interior. Un túnel largo y húmedo. Luego, la deglución.
Crees poder sobrellevarlo. Hasta que, de pronto: el horror. El temblor de sus pasos. La figura humana se alza ante tu mirada. Su mano te levanta y sientes tu propio peso flotando entre sus dedos. Te elevas. El desplazamiento parece durar horas. Su cuerpo, de pies a cabeza, es un territorio sin fin.
Llegas ante su rostro. Lo último que alcanzas a ver es la boca abriéndose y los ojos hambrientos. Escuchas la saliva acumulándose en las pozas de su lengua, su respiración como una turbina caliente. Te suelta hacia su interior. Un túnel largo y húmedo. Luego, la deglución.
Ser devorado como una pesadilla, o ser devorado como forma de placer. Entre estos dos motivos –tal vez más– se mueve la vorarefilia (“vore”, en su forma abreviada), parafilia que ha generado diversas expresiones artísticas difundidas en la Red, piezas perturbadoras que revelan grietas ocultas en el inconsciente del espectador.
La base es siempre la misma: observar a alguien tragándose por completo a otro, ver cómo entra a su boca para después ser digerido en el interior. La mayoría de las veces el devorador es representado como un gigante. O quizás habría que decirlo al revés: la presa es representada en tamaño diminuto.
Algunos combinan el vore con otros fetiches (como las lenguas largas en los diseños 3D del artista Saftkeur, referente obligatorio en este subgénero), con productos de la cultura pop (como la serie infantil My Little Pony), o con códigos musicales contemporáneos (como en el videoclip de trap chileno Toa, de King Doudou).
La base es siempre la misma: observar a alguien tragándose por completo a otro, ver cómo entra a su boca para después ser digerido en el interior. La mayoría de las veces el devorador es representado como un gigante. O quizás habría que decirlo al revés: la presa es representada en tamaño diminuto.
Algunos combinan el vore con otros fetiches (como las lenguas largas en los diseños 3D del artista Saftkeur, referente obligatorio en este subgénero), con productos de la cultura pop (como la serie infantil My Little Pony), o con códigos musicales contemporáneos (como en el videoclip de trap chileno Toa, de King Doudou).
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Son obras que molestan y repelen la mirada, pero que, por alguna razón, se hacen irresistibles de ver. Son parientes del horror acongojante que provoca el Saturno de Goya, o la amenaza ingente de su Coloso. Es el asco que produce la sonrisa boba de los titanes de Shingeki no Kyojin. El shock de la Androide 18 siendo tragada en una sola pieza por la cola de Cell.
El vore apela a ciertas áreas grises de la sensibilidad. Algo hay en ese gigantismo que nos hace vibrar con un placer temeroso.
Si realizamos el ejercicio inverso, si pensamos un mundo exclusivamente pequeño, cuyas proporciones están a nuestro alcance, nos liberamos del espanto. Un mundo en miniatura, a diferencia de un mundo de gigantes, nos promete el control total, la calma de poder mirar en modo Dios y pasearnos por sus grandes estructuras como si fueran meros detalles.
Los que hayan jugado Mario 64 recordarán lo chistoso-perturbador de las ambas caras de la Tiny-Huge Island. Los coleccionistas de trenes a escala, de estampillas, o de cualquier tipo de juguete, disfrutan ese placer cómico de dominar un universo en la palma de la mano. El vore nos sitúa en la vereda opuesta de esa sensación.
El vore apela a ciertas áreas grises de la sensibilidad. Algo hay en ese gigantismo que nos hace vibrar con un placer temeroso.
Si realizamos el ejercicio inverso, si pensamos un mundo exclusivamente pequeño, cuyas proporciones están a nuestro alcance, nos liberamos del espanto. Un mundo en miniatura, a diferencia de un mundo de gigantes, nos promete el control total, la calma de poder mirar en modo Dios y pasearnos por sus grandes estructuras como si fueran meros detalles.
Los que hayan jugado Mario 64 recordarán lo chistoso-perturbador de las ambas caras de la Tiny-Huge Island. Los coleccionistas de trenes a escala, de estampillas, o de cualquier tipo de juguete, disfrutan ese placer cómico de dominar un universo en la palma de la mano. El vore nos sitúa en la vereda opuesta de esa sensación.
En su ensayo La fascinación por la miniatura, Steven Millhauser recalca la invitación a la posesión que ofrece lo diminuto. El gigantismo, por su parte, no se deja poseer, no está a nuestro servicio. Agrandar un objeto o una persona lo vuelve más de lo que es, por lo tanto, se vuelve incontrolable. Allí reside su horror, es un problema sin solución para cualquiera que intente tener cierto dominio sobre –aunque sea una mínima– porción del mundo.
Los seres gigantescos transforman sus particularidades nimias en monstruosidades ineludibles. Un Godzilla de metro y medio no es más que un lagarto grande, el Godzilla que pisa edificios es una abominación.
Las esculturas de Ron Mueck explotan esta premisa aplicándola sobre cuerpos humanos que se nos vuelven repulsivos. Lo gigante nos saca de nosotros, nos deja a merced de una fuerza superior, capaz de hacernos desaparecer, una naturaleza similar a la de las grandes catástrofes: los terremotos, los tornados, un volcán en erupción.
Los seres gigantescos transforman sus particularidades nimias en monstruosidades ineludibles. Un Godzilla de metro y medio no es más que un lagarto grande, el Godzilla que pisa edificios es una abominación.
Las esculturas de Ron Mueck explotan esta premisa aplicándola sobre cuerpos humanos que se nos vuelven repulsivos. Lo gigante nos saca de nosotros, nos deja a merced de una fuerza superior, capaz de hacernos desaparecer, una naturaleza similar a la de las grandes catástrofes: los terremotos, los tornados, un volcán en erupción.
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Sin embargo, también hay placer en esa monstruosidad. Los artistas del vore están conscientes de lo horrible del devorador, pero también del calor interno de la boca que sentirá el devorado, de una lengua capaz de recorrer un cuerpo por completo, de la regresión a una especie de estado embrionario al ser deglutido. Es una forma de entrega total, dejarse comer como ofrenda hacia ese otro hambriento.
El vore cruza el miedo a la enormidad con el placer del sexo y la desesperación del hambre. La eficacia de una obra vore está precisamente en acercarnos tanto a ese estado primitivo del depredador como a la sumisión absoluta por parte de la presa.
El vore cruza el miedo a la enormidad con el placer del sexo y la desesperación del hambre. La eficacia de una obra vore está precisamente en acercarnos tanto a ese estado primitivo del depredador como a la sumisión absoluta por parte de la presa.
Los artistas que le dedican especial cuidado a la digestión del devorado suelen representar esa última parte del proceso como un embarazo donde la presa lucha por salir. Terrorífico y agradable a la vez, pues comerse a alguien implica fundirse con el otro, evitar la soledad de manera permanente. Es un exceso que si se contempla por mucho tiempo se convierte en algo repugnante.
Pese al rechazo que nos pueden provocar estas obras en una primera mirada, no es difícil darnos cuenta que hoy vivimos en un mundo que tiende hacia este tipo de gigantificación; excepto que de manera camuflada, oculta sutilmente para que no nos asuste.
Las pantallas de cine (que en su momento eran perfectas máquinas para soñar, ya que su tamaño nos presentaba un mundo agrandado, como nunca antes visto), han sido reemplazadas por pantallas que llevamos en nuestros bolsillos. Los celulares y dispositivos portátiles ofrecen la ilusión de la miniatura, de que poseemos el mundo en nuestra mano.
No obstante, lo que aparece en esa pantalla es infinito. Internet y su Alta Definición es un receptáculo de detalles que uno podría explorar durante toda una vida y no acabar nunca.
Pese al rechazo que nos pueden provocar estas obras en una primera mirada, no es difícil darnos cuenta que hoy vivimos en un mundo que tiende hacia este tipo de gigantificación; excepto que de manera camuflada, oculta sutilmente para que no nos asuste.
Las pantallas de cine (que en su momento eran perfectas máquinas para soñar, ya que su tamaño nos presentaba un mundo agrandado, como nunca antes visto), han sido reemplazadas por pantallas que llevamos en nuestros bolsillos. Los celulares y dispositivos portátiles ofrecen la ilusión de la miniatura, de que poseemos el mundo en nuestra mano.
No obstante, lo que aparece en esa pantalla es infinito. Internet y su Alta Definición es un receptáculo de detalles que uno podría explorar durante toda una vida y no acabar nunca.
En ese sentido, la promesa de un mundo globalizado no es diferente a un cuerpo gigante que no cesa nunca de expandirse, donde sus pliegues son cada vez más voraces. Creemos que tenemos cierto control sobre nuestro mundo, que podemos fotografiarlo y vivir agradablemente con él resguardado en nuestras máquinas inteligentes, pero su inagotable crecimiento es inasible.
La acumulación de información, la saturación de imágenes, la sobrepoblación, son síntomas de la pesadilla de un gigantismo devorador a escala global.
Ante esto, el vore ofrece pensar la resignificación de esas pesadillas. Develar eso que no queremos ver. Asustarse y asquearse se vuelve tan necesario como pretender dominar el caos.
Observar a presas y depredadores nos abre puertas no sólo en rincones oscuros del entendimiento de nuestra propia mente y sus placeres, sino que en una especie de comprensión hacia lo que reside en el exterior, en ese mundo de tamaños variables que es nuestro mundo.
La acumulación de información, la saturación de imágenes, la sobrepoblación, son síntomas de la pesadilla de un gigantismo devorador a escala global.
Ante esto, el vore ofrece pensar la resignificación de esas pesadillas. Develar eso que no queremos ver. Asustarse y asquearse se vuelve tan necesario como pretender dominar el caos.
Observar a presas y depredadores nos abre puertas no sólo en rincones oscuros del entendimiento de nuestra propia mente y sus placeres, sino que en una especie de comprensión hacia lo que reside en el exterior, en ese mundo de tamaños variables que es nuestro mundo.
Este artículo fue escrito en octubre de 2019.
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